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Son muchos los cementerios que rondan nuestros alrededores. Los habitantes de mi pueblo siempre fueron muy religiosos, mi familia también lo era y yo desde pequeña fui conociendo cada rincón de la iglesia y de su cementerio. Me leía todos los nombres, fechas, recordatorios que adornaban las lápidas. Allí pasábamos mucho tiempo rezando, hablando con los que allí dentro estaban. Horas de mi infancia pasaron recorriendo los minipasillos entre lápidas, correteando entre ellas y haciendo algún que otro salto. Siempre recuerdo al mismo sepulturero, un señor poco hablador, serio, desaliñado, con el pelo un poco largo y grasiento con su inseparable visera. Eso sí, lo que más me llamaba la atención eran sus sucios y apestosos zapatos. Los años pasan, las personan mueren y terminan en el famoso cementerio. Algunos vecinos se ven obligados a levantar a alguno de sus familiares para poder enterrar a otro y… el asombro viene cuando… no ven a nadie dentro de la lápida. Tantos años llorando a una miserable piedra, mensajes sin destino, toda una sorpresa desagradable que destruye más la angustia de perder a un familiar. En el pueblo no se habla de otra cosa y mi corazonada se dirige a los apestosos zapatos del sepulturero que deciden investigarlo. Después de mucha investigación, ese olor venía de un pozo negro hallado en la finca del sepulturero. Allí yacía la mitad del pueblo. Quedó claro, que «los zapatos del sepulturero olían raro´´.

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